Tomé la clase de escribir cuentos con la Srta. Morris. Era una materia optativa de tres semanas aparte de la clase normal de inglés. La tomé porque, a decir verdad, necesitaba el crédito extra. Siempre he tenido problemas con la escritura, pero no quiero hablar de eso ahora. Sabía que mi calificación en inglés, una C, se estaba hundiendo de prisa hasta convertirse en una D. Así que me inscribí.
—Un cuento sirve para unir las distintas partes de una vida —nos dijo la Srta. Morris en la primera clase. A decir de ella, era como si los cuentos te pudieran salvar la vida. Ella era algo así como una fanática de la literatura, la Srta. Morris. A muchos muchachos no les caía bien por eso. Pero en secreto, yo la admiraba. Ella tenía una razón por la cual vivir. Fuera de salvar a mamá y a papá y a mi hermana, Katy, y a mi hermano, Kenny, y a mi mejor amiga, Ema, y a unas cuantas personas más de un edificio en llamas, no podía imaginar algo que me entusiasmara tanto.
—A menos que unamos todas esas partes, podemos perdernos en el camino. —La Srta. Morris dio un suspiro como si eso le resultara muy familiar. Ella no era exactamente una señora muy mayor, sería quizá de la edad de mamá y papá. Pero por la manera en que llevaba el cabello alborotado, como se pintaba los ojos y usaba bufandas, aparentaba menos edad. Vivía a una hora de distancia, cerca de la universidad, y conducía una camioneta roja. A veces se refería a su pareja y a veces a su hijo, y una vez a un ex-marido. Era difícil unir todas las partes de su vida.
La Srta. Morris nos dio un ejercicio en que debíamos anotar un par de detalles sobre nosotros mismos. Luego teníamos que escribir un cuento en base a ellos.
—Nada importante —nos dijo para animarnos—. Pero sí tienen que ser detalles que dejen entrever algo de su yo verdadero.
— ¿Eh? —gruñeron varios muchachos de la fila trasera.
—Me refiero a esto —dijo la Srta. Morris, leyendo de su lista. Siempre ensayaba los ejercicios que nos daba—. La mañana en que nací, me tuvieron que dar tres vueltas. Iba mal encaminada, supongo. —Levantó la vista y sonrió, como orgullosa de sí misma—. Bueno, aquí les va otro. Cuando tenía doce años, por medio de unos rayos X descubrieron que yo tenía unos “huesitos de alas” extra en los hombros. —La Srta. Morris extendió los brazos como si fuera a volar.
Los muchachos del “eh” se lanzaron miradas unos a otros como si estuviéramos en el programa de La dimensión desconocida.
—Así es que, muchachos, ¡uno o dos detalles que nos transmitan quién es su yo verdadero! En realidad, ¡este es un magnífico ejercicio para el autoconocimiento!
Todos refunfuñamos. Era casi obligatorio cuando un maestro mostraba el entusiasmo de una maestra de kindergarten acerca de una tarea.
Me senté a mi escritorio pensando qué escribir. Las manos ya me picaban con ese sarpullido que siempre me sale. Como no se me ocurría nada más, decidí anotar eso. Pero lo que salió fue: “Tengo una alergia que hace que se me pongan las manos rojas y me den comezón siempre que mi yo verdadero intenta decirme algo”. Como segundo detalle, me sorprendí a mí misma escribiendo: “Mis papás tienen una caja en su habitación que sólo hemos abierto una vez. Para mí, esa es La Caja”.
La Srta. Morris venía pasando por las hileras, revisando cómo íbamos.
—¡Muy bien! —susurró cuando leyó mi hoja. Ahora la cara, al igual que las manos, se me había enrojecido—. ¡Podrías escribir un cuento muy interesante con solamente esos dos datos!
—Son inventados —dije demasiado aprisa. ¿Ah sí? Lo único que ella tenía que hacer era mirarme las manos.
—Entonces escribe un cuento sobre un personaje para quien esos dos datos sean ciertos —replicó la Srta. Morris. Era imposible evitar su entusiasmo.
Me sentí aliviada cuando sonó la música por el altavoz al final de la primera clase. Ése es un detalle que dice mucho acerca de nuestra escuela. En lugar de timbres, nos ponen música, cualquier cosa, desde música clásica a “Duérmete niño” a rock. Supongo que en Vermont somos poco convencionales. Los timbres nos resultan demasiado chocantes.
Acabé escribiendo un cuento poco convincente, futurista, sobre una chica extraterrestre cuyos chips de memoria están guardados en una caja que ella no puede abrir porque necesita reiniciar sus manos como si fuera una computadora. Fue una idea tomada de una película de medianoche en la televisión que Ema y yo habíamos visto en su casa; sus papás tienen antena parabólica y pueden sintonizar todos los canales raros.
Era obvio que la Srta. Morris estaba desilusionada porque yo no había escrito acerca de mi propia vida. Y aunque me seguía saliendo un sarpullido en las manos, tratando de decirme ¡Milly! ¡Ya es hora!, yo aún no estaba lista para abrir mi caja de secretos.
Pero a veces, como es el caso con mis alergias, se requiere de un irritante externo que te provoque una reacción. Mi “irritante” externo apareció al día siguiente en la clase del Sr. Barstow.
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